5.14.2014

gusanos en la pecera

omucolaboración en la serie de Penúltimos Días: “Y usted, ¿cómo salió de Cuba?"

diciembre. 1968. après Praga-París-DF… siendo la sombra de nosotros mismos, los que antes fuimos cubanos y de pronto gusanos, ahora en la pecera del aeropuerto de rancho boyeros éramos pescaítos-casi-ahogados, observados por última vez, esperando que llegara el avión de iberia, de mexicana, de la klm, cualquiera, para que nos llevara lejos del charco y poder entonces respirar. ahí estábamos, tiesos, sin apenas movernos, vigilados por los “milicianos” tras las cuatro paredes de cristal. todo movimiento y conversación con la mirada silenciada. hacía calor, a pesar de diciembre: todavía estábamos en la isla. después de días de tensión tras la llegada del “telegrama” a nuestra casa matancera. era el papelucho indispensable para la huída, entonces, pero había llegado incompleto. no incluía a mi hermano, casi en edad del servicio militar, en el “núcleo”. mi madre se había puesto pálida, leyendo los tres nombres… y el cuarto, ¿dónde-dios-dónde? en cuestión de horas mi madre en la guagua para la habana, dispuesta a sentarse días en una oficina del Laguito hasta que alguien arañara el nombre de mi hermano en el telegrama. antes de irse nos lo dijo: los cuatro o nadie, mientras mi hermano bajaba la cabeza y yo aplastaba hormigas en el patio de las arecas. mientras, mi padre en otra guagua venía del campamento agrícola adonde lo habían enviado a “colaborar”, un último castiguito de eso que teníamos que dejar atrás.
entonces, después de una semana de angustia y tensión, y ocho años (fifoverborrea: ¿elecciones para qué? mamigritería: ¡hay que irse de esta mierda!) de tratar de irnos por lancha, por varadero, por camarioca, por donde abrieran grieta, por fin nosotros cuatro en la pecera, aquella sala de espera donde metían a los indeseables decididos a irse del paraíso obrerotropical de las américas. los hombres allí sentados, con saco y corbatita estrechita de los años 60, sudaban cabizbajos. las mujeres con traje y chaqueta y pañuelo sobrio al cuello miraban para todos los lados, ansiosas, preocupadas de que los niños no hicieran bulla. y los niños, nosotros, con varios suéteres y medias puestos —porque “nos vamos” al frío del norte o el este— aguantando las ganas de orinar, de llorar, de comer, de hablar porque los padres se habían pasado días advirtiéndoles que en la pecera no se podía ni chistar. sólo si te llamaban. y eso era lo peor que podía pasar.

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